Alba, atardecer, alba, atardecer… una alternancia de luces y sombras sin el tiempo de darse cuenta que el panorama cambia.

A veces nos parece que un mismo recuerdo exista desde hace siglos o sólo desde pocos días según los diagramas mnemotécnicos que en cada ocasión se diseñan en nuestra mente.

A veces me pregunto cómo es posible dominar la mente hasta el punto de confinarla en los rincones más ocultos del cerebro sin ser atropellados por deseos de evasión siempre presentes especialmente en los momentos de vacío mental como los que periódicamente nos toca vivir.

La vida siempre está impregnada de sensaciones de inseguridad y de miedos ocultos de los que no logramos conocer las causas reales que en verdad serían fáciles de entender si no fuesen exclusivamente personales.

Sólo cuando se ama el tiempo que pasa enfatiza las distancias sin atenuar la nostalgia.

Los días corren cada vez más rápido y la memoria, que no logra seguirlos, construye engaños que quitan ese sentido de continuidad indispensable para permanecer ligados a la realidad.

Muy seguido la permanencia en la depresión está acompañada por significativos estímulos mentales.

En tanta oscuridad a veces penetra un rayo de luz y entonces, que sea realidad o ilusión, todo nos parece diferente; todo se presenta como será dentro de algunos años o como lo presentíamos y de este modo se logra un desapego total, sin excepciones.
Victoriosos o derrotados no importa, pero seguramente a una distancia imperceptible, donde los microbios volverán a ser invisibles.

Al fin y al cabo la vida no es otra cosa que un enervante vaivén de sentimientos y de sensaciones casi sin pausas.

Percibir cada tanto sensaciones que creíamos muertas para siempre: como un entusiasmo infantil o la felicidad de vivir el presente. Tal vez fugaces contracciones de un instinto de supervivencia adormecido desde hace tiempo.