Un grito sin eco para entender que, siempre más seguido, no logro oírme.

A veces para no sentirme afligido por una pregunta, me hago una más grande y luego otra hasta que la primera me aparece insignificante a tal punto que impone a mi sentido lógico preguntarse cómo haya podido angustiarme tanto.

Detenido para pensar en lo que se mueve y luego… luego darse cuenta de estar tan lejos sin haber dado un paso.

La necesidad, cada vez más imperiosa, de tener un horizonte menos estrecho conduce mi mirada a lo lejos, más allá del límite de las convenciones. ¿Pero por qué sólo la mirada?

Come a menudo me sucede me estoy equivocando no obstante tenga razón. ¿Pero es en realidad tan lógico que quien no se equivoca deba también tener razón?

Una maniquín distraído estaba sentado frente a mí y yo movía mis hilos con la vana esperanza que me pudiese entender.

Un vórtice absurdo en el que todo se confunde. El amigo y el enemigo con una sola máscara y yo frente al espejo, temo no reconocerme.

Ya soy demasiado viejo para poder conservar ilusiones pero aún demasiado joven para darme cuenta.

Todo es diverso: los animales, las personas, las cosas asumen contornos menos delineados, más evanescentes; sin importancia. Todo se halla dentro. Afuera es sólo afuera.

Existe en todos el deseo más o menos inconsciente de mostrarse a los ojos de los otros con el único indispensable objetivo de sentirse acogidos en la propia entidad esencial.